sábado, 28 de mayo de 2011

HISTORIA ATEA DE LAS RELIGIONES (y II)
























HISTORIA ATEA DE LAS RELIGIONES (y II)



Escepticismo y librepensamiento



Fragmento del libro Historia atea de las religiones de A. Kryvelev publicado por Ediciones Júcar 1984. Volumen I página 129 a 138.



También el análisis del pensamiento social que se opone a la religión tendremos que llevarlo a cabo no según los países y los períodos de su historia, sino abarcando toda la época bimilenaria a través de todos los pueblos del antiguo Mediterráneo.

Probablemente, una gran cantidad de documentos (obras literarias y artísticas, filosóficas y políticas en las que se expresaban las tendencias librepensantes) no llegaron hasta nosotros, puesto que los destruyeron los sacerdotes y otros guardianes de la ortodoxia. Pero a pesar de todo son suficientes para proporcionar una idea sobre la difusión y la fuerza del pensamiento antirreligioso de la antigüedad. Esta idea se completa con los materiales que se conservaron sobre las persecuciones y los procesos judiciales a causa del ateísmo y de la blasfemia; ciertamente, los testimonios de esta clase se refieren sobre todo a Grecia.

Es famosa la suerte de Sócrates y, aunque la acusación de no respetar a los dioses fue solamente la tapadera para la lucha política, ya sólo tal acusación y la sentencia tan severa son indicativas por sí solas. Aristóteles se vio obligado a “huir de Atenas, si no lo hubiera hecho (escribe el historiador del materialismo F. A. Lange) esta ciudad habría pecado por segunda vez contra la filosofía”. La obra de Protágoras “Sobre los dioses” fue quemada y él mismo se salvó huyendo. Anaxágoras se escapó después de estar ya bajo vigilancia. Por negar los dioses fueron perseguidos Teodoro, llamado el Ateo, y Diógenes de Apolonia. Por la cabeza de Diágoras de Melos fue prometida a los atenienses una gran suma, y él hubo de salvarse también con la huida. Sus obras fueron destruidas y su contenido permaneció desconocido. A las persecuciones fueron sometidos Stilpón, Teofrasto, Esquilo, Eurípides, Andoquín y, probablemente, muchos otros, sobre los cuales no llegaron los testimonios hasta nuestros tiempos.

La naturaleza de las enseñanzas que en la antigüedad fueron dirigidas contra las ideas religiosas dominantes, se descubre en aquellas obras literarias y aquellos monumentos epigráficos que, a pesar de las medidas tomadas para su destrucción, están ahora de todos modos a disposición de los historiadores. Examinemos, estas enseñanzas según la característica de su actitud escéptica ante tales o cuales ideas religiosas.

En una serie de obras literarias conservadas se criticaba la idea de la vida de ultratumba. Los ejemplos de estas obras los contienen los papiros egipcios que incluyen la “Canción de un arpista” y la “Conversación de un desengañado con su espíritu”.

La “Canción de un arpista”, que llegó a nosotros en dos ejemplares del siglo XIV a. de C. (en el muro de una tumba y en el papiro jaris 500), es una elegía a la muerte de un dignatario. Su autor se lamenta de que “nadie viene de allí (del otro mundo) para contar sobre ellos, para narrar sobre su existencia, para fortalecer nuestro corazón”. Recomienda a los vivos entregarse a las alegrías de la vida real: “… festeja, no te entristezcas…”. Si recordamos lo detalladamente que describía la religión egipcia la vida de ultratumba de los difuntos, podemos imaginarnos qué coraje hacía falta para dudar de la existencia de esa vida.

La misma duda se manifestaba también en la “Conversación de un desengañado con su espíritu”. Al perder las ganas de vivir, este hombre tiene la intención de acabar suicidándose, pero su alma lo persuade que no lo haga. Le dice que no sabe si habrá algo más después de la muerte, puesto que nadie vino de allí y habló a los hombres acerca de ese mundo. “Escúchame a mí … pasa alegremente el tiempo. Olvida las penas”. Le aconseja el espíritu.

Para caracterizar el librepensamiento de los antiguos es aún más importante el librepensamiento que encontramos en muchos filósofos y poetas por lo que se refiere a las ideas acerca de dios y los dioses. Aquí son especialmente ilustrativas las obras de los autores griegos y romanos. Pocos de ellos llegaron hasta la negación de la idea de dios, es decir, al ateísmo. Pero cualquiera, por ejemplo, de los filósofos pudo haber sido acusado de no respetar las representaciones dominantes sobre los dioses; esto se refiere también a los idealistas. Ni Platón ni Aristóteles consideraban objeto de su fe religiosa a los dioses del panteón hesíodo-homérico; para el primero, dios era la “idea del bien”, para el segundo era la “forma de las formas”. Por regla general, los filósofos eran en cuanto a la religión monoteístas, se figuraban a dios abstracto y sin figura determinada. El dios de Anaxágoras era el alma del Universo, la inteligencia que lo mueve (“Nous”). El dios de Pitágoras era la “unidad” indefinida, unidad que envuelve lo infinito. El dios de Empédocles era una Esfera universal, armónica y bienaventurada. Aristóteles cita el punto de vista de Jenófanes de que la unidad es dios. El dios único de Jenófanes se comprendía en una unión tan estrecha con el Universo que se puede considerar toda su concepción próxima al panteísmo. “A este uno y todo” nos comunica Simplicio sobre sus opiniones, “Jenófanes lo denomina Dios”.

Jenófanes fue uno de los primeros que observó el antropomorfismo de las representaciones religiosas: “Y los Etíopes representan a sus dioses chatos y negros, y los Tracios dicen que tienen los ojos azules y los cabellos rojos.” Y “si los bueyes, los caballos y los leones tuviesen manos y con ellas pudiesen dibujar y realizar obras como los hombres, los caballos dibujarían figuras de dioses semejantes a los caballos, y los bueyes a los bueyes y formarían sus cuerpos a imitación del propio”. Y no se trata sólo de la imagen física: “Homero y Hesíodo han atribuido a los dioses todas las cosas que son objeto de vergüenza y de censura entre los hombres: hurtos, adulterios y engaños recíprocos”.

Los dioses antropomorfos del panteón hesíodo-homérico no fueron objeto de fe no sólo entre los filósofos, sino tampoco en la literatura artística de la Grecia antigua. Aristófanes, Eurípides y Esquilo se burlaban de ellos o los representaban en sus comedias y tragedias con un aspecto bastante desagradable. La actitud escéptica no sólo ante los dioses homéricos, sino también ante cualesquiera otros alcanzó la culminación en las obras de Luciano de Samosata, al que Engels llamó el “Voltaire de la antigüedad clásica” y que “se mostró igualmente escéptico hacia todo tipo de supersticiones religiosas” y se burló de todo por sus supersticiones: de los adoradores de Júpiter no menos que de los adoradores de Cristo. Aquí mismo Engels caracteriza su punto de vista como “superficialmente racionalista” de acuerdo con el cual “una clase de superstición era tan estúpida como la otra”.

El librepensamiento de los antiguos estaba dirigido no sólo contra las representaciones populares sobre los dioses, y contra el antropomorfismo y el antropopatismo de estas representaciones. Existían unas orientaciones más radicales, enfocadas contra la religión en total y contra la fe en dios en general.

Al sofista Protágoras se le atribuye la idea de que sobre los dioses no se puede decir nada en absoluto con alguna dosis de seguridad por dos razones: la vaguedad de la cuestión y la brevedad de la vida humana. Si tenemos en cuenta que incluso estas formulaciones prudentes acarrearon a sus autores serias persecuciones, podemos imaginarnos que si hubiera podido expresarse más abiertamente sobre esta cuestión, su opinión habría sido aún más negativa.

En Sexto Empírico hay una serie de referencias a los pensadores que predicaban el ateísmo. Entre ellos incluye a Critias, Evemero, Diágoras, Pródico, Teodoro. Para caracterizar las opiniones de Critias, Sexto cita un fragmento de sus poesías en el que se plantea la hipótesis sobre el origen de la religión, basada en que “un hombre prudente y de sabio sentido, inventó para los hombres, el temor a los dioses, para que los malvados temiesen hasta en el hacer, decir, o pensar ocultamente…” Sexto afirma que muchos pensadores de la antigüedad seguían estas opiniones. Aunque en esta concepción como el motivo estimulante para la invención de los dioses se reconoce una aspiración suficientemente plausible, su existencia real misma se refuta de todos modos.

La sofística en el plano histórico-filosófico era, como se sabe, un fenómeno fértil e interesante; mostró lo flexibles que son los conceptos con los que opera el pensamiento, y lo inesperadas que pueden mostrarse estas operaciones en una aplicación dialécticamente libre y sutil. Las paradojas a las que llegaron los sofistas, exponían a golpes junto con las verdades que no despertaban dudas, también las representaciones religiosas. No en vano Protágoras y Gorgias, los sofistas más destacados, fueron perseguidos por los defensores de la piedad.

Sin embargo, los golpes más fuertes a la religión los asestaba la filosofía materialista, que creó en la Grecia antigua a unos representantes tan grandes como Heráclito, Demócrito y Epicuro, y en Roma a Lucrecio.

El concepto principal que determina toda la filosofía de Heráclito es el movimiento, un cambio constante e imperecedero de todos los objetos y fenómenos del mundo. Su surgimiento y vida parten, pues, no de la voluntad de los dioses, sino de su regularidad interna. En la base misma de todos los cambios está el fuego. En todas las discusiones que tienen lugar en la historia de la filosofía en torno al significado de este concepto en la filosofía de Heráclito es indudable lo siguiente: se le de la interpretación que se quiera no encaja en las representaciones religiosas de los antiguos griegos, y en todo caso el principio, que proclama Heráclito, es ateo: “Este cosmos (el mismo de todos) no lo hizo ningún dios ni ningún hombre, sino que siempre fue, es y será fuego eterno, que se enciende según media y se extingue según medida”.

Según las enseñanzas de Demócrito, en el mundo existen solamente átomos y vacío, y todo lo demás no es más que “opinión”. De esta manera, en él no hay sitio para los dioses. De la nada no puede surgir nada, y todo cambio no es más que unión y separación; por consiguiente, el surgimiento no tiene como su primera causa la voluntad de algunos seres vivos, incluidos los sobrenaturales. Esto lo testimonia también la afirmación de Demócrito de que “nada sucede por azar, sino todo por una razón y por obra de la necesidad”.

El seguidor de la filosofía de Demócrito, Epicuro, nunca chocó con los defensores de la religión oficial, puesto que observaba con mucho celo todas sus prescripciones. No obstante, entró en la historia como ateo: no lo impidió ni la circunstancia de que en las obras de Epicuro no se somete formalmente a la duda la existencia de los dioses.

Epicuro desarrolló y completó la doctrina atomista de Demócrito en la lucha contra las representaciones religiosas acerca de los dioses, que crearon el mundo y lo rigen. Afirmaba que los átomos tienen no sólo un movimiento rectilíneo que proviene de la acción de la fuerza del peso, sino que también un movimiento espontáneo, orientado a diversos lados y que se desprende del hecho de que los átomos, al ser de peso diferente, caen a distinta velocidad y colisionan entre sí. Así, todas las direcciones del movimiento de los átomos se explican sin la hipótesis de la intervención divina. Epicuro, como se ha dicho ya, no negaba la existencia de los dioses, pero consideraba que no podían intervenir en los destinos humanos y en general en el proceso universal. Los dioses de Epicuro son seres extraños, totalmente inactivos, que ni siquiera habitan en el mundo, sino en los meta cosmos, espacios entre los mundos, en las hendiduras entre los mundos. Por su naturaleza, la cosmovisión de Epicuro era atea.

Esto lo subraya también el carácter de su ética. Epicuro consideraba que el objeto de la vida es el placer, teniendo en cuenta no un placer grosero de los bienes materiales terrenales, sino el placer que el hombre obtiene de la serenidad espiritual, de la conciencia limpia y de la actividad intelectual fecunda. La condición importante para este confort espiritual es, según la opinión de Epicuro, ser libre del miedo, sobre todo del miedo ante la muerte y la cólera de los dioses. Por ello Epicuro consideraba como uno de los objetivos principales de toda su actividad la superación de las enseñanzas sobre la vida de ultratumba y sobre los dioses.

Contra la doctrina sobre el dios o los dioses, que rigen el proceso universal está dirigida la conocida reflexión de Epicuro que rechaza el concepto de dios providente. Partía del hecho de la abundancia del mal y de los sufrimientos de la tierra. Dice Epicuro: “Dios, o bien quiere impedir los males y no puede, o puede y no quiere, o no quiere ni puede, o quiere y puede. Si quiere y no puede es impotente: lo cual es imposible en Dios. Si puede y no quiere, es envidioso, lo que, del mismo modo, es contrario a Dios. Si no quiere ni puede, es envidioso e impotente, por lo tanto, ni siquiera es Dios. Si puede y quiere, lo único que conviene a Dios, ¿de dónde proviene, entonces, la existencia de los males?¿Y por qué no los impide? Es verdad que la enseñanza de Epicuro acerca de los dioses que son incapaces para toda actividad, evita esta dificultad, pero aquí manifiestamente no había más que un intento de escaparse de los problemas que serían inevitables si negara totalmente la existencia de los dioses.

El famoso poema de Lucrecio (Tito Lucrecio Caro) “De rerum natura” se puede considerar la enciclopedia del ateismo antiguo. Es dudoso que contenga muchas ideas originales, pertenecientes al poeta mismo, pero las opiniones de su maestro Epicuro las expuso Lucrecio plena y sistemáticamente. Y esto es importante, ya que las obras de Epicuro llegaron hasta nosotros en unos fragmentos sumamente pobres y en cartas aisladas. En la exposición de sus opiniones ateas Lucrecio fue más consecuente que Epicuro.

El poema empieza con la alocución a una deidad, tradicional en la literatura antigua; en este caso fue Venus. Esta dedicatoria se la puede considerar sólo como un tributo a la moda literaria, puesto que aquí se revela sin ambigüedad la orientación antirreligiosa de las opiniones del autor: hasta que, dice, Epicuro iluminara la humanidad, “la vida humana yacía a la vista de todos torpemente postrada en tierra, abrumada bajo el peso de la religión…”; “con lo que la religión, a su vez sometida, yace a nuestros pies; a nosotros la victoria nos exalta hasta el cielo”. Lucrecio pinta el papel de la religión en la vida de los hombres en los tonos más lúgubres: ella es la fuente de los errores y maldades, las “tinieblas del alma”.

Ni siquiera el Antiguo Testamento está libre de obras y textos aislados que revelan una orientación crítica claramente expresada por lo que se refiere a algunos dogmas religiosos básicos. Es indispensable señalar a este respecto el Libro del Eclesiastés y el Libro de Job.

En el primero domina una actitud escéptica y pesimista ante todas las alegrías de la vida. El autor no ve en absoluto ningún sentido en la vida, puesto que todo es “vanidad de vanidades” y “atrapar vientos” (Ecl 1, 2, 14). Ni la sabiduría ni las riquezas ni los bienes de la vida conducen al hombre a nada bueno, pues en todos los casos se termina con la muerte: “…todos han salido del polvo y todos vuelven al polvo” (Ecl 3, 20). Y dado que “el hombre y la bestia tienen la misma suerte”, puesto que “muere el uno como la otra” (Ecl 3, 19), no hay por qué abrigar esperanzas en cuanto a la vida de ultratumba. Resumiendo, el autor dice: “he detestado la vida, porque me repugna cuanto se hace bajo el sol” (Ecl 2, 17). En el capítulo final del libro se encuentran dos alusiones a dios, pero parecen sólo un seguro contra los ataques de sus congéneres, porque por el sentido están desligadas por completo del texto. En otros lugares las alusiones a dios se parecen a quejas contra él: “Un hombre a quien Dios da riquezas, tesoros y honores; nada le falta, de lo que desea, pero Dios no le deja disfrutar de ello, porque un extraño lo disfruta. Esto es vanidad y gran desgracia” (Ecl 6, 2).

En total resulta que, según la opinión del autor del Antiguo Testamento, dios había creado un mundo malogrado.

El motivo de la crítica del orden que existe en la tierra con el consentimiento de dios, y la negación de una característica tan importante de la divinidad como es la justicia con respecto a los hombres están expresados claramente en el Libro de Job. Las lamentaciones apasionadas y profundas de Job a causa de sus desgracias, sus imprecaciones, dirigidas a dios, producen una gran impresión. ¿Por qué, le pregunta a dios, no hay justicia en el mundo que creaste? “¿Por qué siguen viviendo los malvados, envejecen y aún crecen en poder” (Job 21, 7), mientras él, Job, que durante su vida trató de observar todas las prescripciones de dios, fue objeto de las persecuciones divinas? En el mundo en general reina la injusticia: “Los malvados remueven los mojones, roban el rebaño y a su pastor. Se llevan el asno de los huérfanos, toman en prenda el buey de la viuda. Los mendigos tienen que retirarse del camino, a una se ocultan los pobres del país… Cosechan en el campo del inicuo, vendimian la viña del malvado… Pasan la noche desnudos, sin vestido, sin cobertor contra el frío. Calados por el turbión de las montañas, faltos de abrigo, se pegan a la roca… Desde la ciudad gimen los que mueren, el herido de muerte pide auxilio ¡y Dios sigue sordo a la oración!” (Job 24, 2-12). Los interlocutores de Job intentan objetarle, justificando esta situación y buscando razones para los actos evidentemente injustos de la deidad. Pero Job los llama “consoladores funestos” (Job 16, 2), y esta caracterización subraya la debilidad de sus argumentos. La disputa se interrumpe con la intervención de dios mismo, que asusta a Job y lo hace callar.

Si consideramos la Biblia como una obra cerrada, inspirada por dios, la existencia en ella de unos pasajes tan librepensantes parece inexplicable. En realidad, con la variedad de contenido, que es típica de todos los códigos de epos popular y religioso, en ellos están contenidos textos de diversa orientación ideológica. Todo monumento folklórico-religioso de esta índole refleja manifestaciones de la vida espiritual del pueblo que lo creó, incluida, por supuesto, también la tendencia hacia el librepensamiento. De esta manera, no se puede considerar tampoco a la Biblia solamente como un documento confesional que formuló los fundamentos de la dogmática judeo-cristiana. Para concluir el breve resumen de las tendencias librepensantes en el mundo antiguo hay que hablar sobre la doctrina de Evemero y sobre la influencia que ésta ejerció en la historia del ateísmo. No se puede excluir que las opiniones, análogas a las que desarrolló el escritor y filósofo griego Evemero (final del siglo IV y principio del siglo III a. de C.) en la novela “Escrito sagrado”, estaban difundidas también antes de él. Pero él fue el primero que las expuso en la literatura.

La idea fundamental de la novela “Escrito sagrado” consiste en que todos los dioses fueron una vez hombres que habían vivido en el mundo real, y que después de la muerte de ellos la fantasía humana los proveyó de rasgos sobrenaturales; desde este punto de vista los mitos sobre los dioses son también un producto de la fantasía. Los dioses del Olimpo perdieron a la luz de esta doctrina su realidad. El evemerismo obtuvo rápidamente una gran influencia de los países de cultura helenística, particularmente en Roma.

Es cierto que los sacerdotes de las distintas deidades del panteón griego y romano encontraron la posibilidad de conciliar esta doctrina con sus cultos, admitiendo que después de su muerte los personajes correspondientes, que alguna vez habían vivido realmente en la tierra, adquirían las propiedades sobrenaturales y se convertían en dioses, lo que justificaba que se les rindiese culto. Es curioso que más tarde los predicadores del cristianismo utilizaran la doctrina de Evemero para luchar contra las religiones precristianas; con su ayuda se probaba que los dioses “paganos” no existían.



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