sábado, 30 de marzo de 2013

ALGUNAS REFLEXIONES A RAÍZ DE "FILOSOFÍA PARA MÉDICOS"




















Algunas reflexiones a raíz de “Filosofía para médicos”

Luis Carlos Silva Ayçaguer


La lectura del libro “Filosofía para médicos” debido a la pluma del afamado epistemólogo argentino Mario Bunge me produjo opiniones encontradas. Por el amplio diapasón de temas que aborda y la naturaleza polémica de muchos de ellos, se trata de un material de mucho interés para el personal sanitario. Y en varios sentidos irradia luz y ofrece esclarecimientos importantes, derriba mitos –especialmente en relación con la pseudociencia- y recuerda no pocas verdades que todo profesional de la salud, los médicos en particular, harían bien en conocer. Bunge despliega un lenguaje elegante, sin rebuscamientos, que ameniza la lectura. Y a la vez vuelca en él su enorme erudición, tanto a través de ejemplos precisos y oportunos, como mediante un considerable caudal de informaciones históricas y precisiones filosóficas y metodológicas de valor inestimable.

Lamentablemente, sin embargo, contiene a mi juicio mensajes que me resultaron confusos, se resiente de algunos prejuicios e incurre en algunos errores. Por su importancia, he escrito un artículo que acaba de ser aprobado para su publicación en la Revista argentina “SALUD COLECTIVA” y verá la luz en uno de sus próximos números. Allí, el visitante de este blog podrá conocer con rigor mis opiniones y la fundamentación que ellas exigen. Aquí solo haré un apretado resumen de los problemas fundamentales.

No me referiré ahora a lo que he llamado “errores” pues, si bien tienen cierta importancia, en realidad son puntuales y no son los que más me preocupan.

Me han desconcertado algunas descalificaciones superficiales que Bunge realiza. Su estilo suele ser extremadamente tajante, definitivo. Raramente –quizás nunca- usa giros tales como “a mi juicio”, “desde mi punto de vista”, “estimo que”. Es su estilo. A veces se echa en falta la alusión a opiniones discrepantes con sus puntos de vista que pudieran o debieran ser tenidas en cuenta. Pero lo justo, por lo general, es que al examinar un texto, nos remitamos solo a lo que se dice, sin recriminar al autor lo que omite.

Lo que no me parece adecuado es que, amparado en ese estilo, enarbole descalificaciones globales que, de un plumazo, trivializan la obra de importantísimos e influyentes pensadores en el campo de la filosofía o el pensamiento médico. Por ejemplo, a juicio de Bunge, “el médico filosofa todo el día” mientras que ni Friedrich Nietzsche ni Martin Heidegger llegaron a ser filósofos, sino meros “escritores parafilosóficos” quienes “al despotricar contra la racionalidad y la moralidad”, solo hicieron un aporte: su contribución al nazismo. Lo menos que puede decirse es que esta lapidaria sentencia no es seria, que transmite una imagen caricatural y parcializada sobre estos dos importantísimos intelectuales, más allá de las reticencias que despierten en el plano político.

Otro ejemplo, se relaciona con Freud. Si bien la afirmación acerca de que los mitos de Freud han sido barridos es en gran medida correcta, a pesar de que sus doctrinas aún se estudian en muchas facultades y escuelas de psicología (aunque con frecuencia solo para criticarlos), y de que en medida no despreciable sobrevivan, al menos en los reductos “lacanianos”. Pero lo fallido reside en que no cabe atribuir ese mérito a los psicofármacos, como afirma Bunge, sino a una reflexión sistematizada desde una perspectiva científica. Ningún “vendaval psicofarmacológico” ha barrido, por ejemplo, a la orientación cognitivo-conductual de la psicoterapia, hoy dominante. El problema es que estamos ante una manifestación de deslumbramiento implícito por los psicofármacos, algunas de cuyas expresiones han sido duramente cuestionadas a la vez que millones de personas han resultado embaucadas por las argucias derivadas de la codicia de sus promotores.

En realidad la seducción acrítica por los medicamentos va más allá que esta pincelada sobre los psicofármacos. “Hay dos farmacopeas: la eficaz para ricos, y la ilusoria para pobres”, resume Bunge. Es correcta la idea que quiere transmitir el autor, pues apunta a una verdad bien sedimentada: la investigación farmacológica se centra en los fármacos que tienen un mercado poderoso y desdeña las dolencias propias de los países subdesarrollados, cuyos habitantes no pueden pagar fármacos caros. Pero también se alinea con una convicción extendida pero errónea, ya que da por sentado que los fármacos que compran “los ricos” son eficaces. La refutación de esta falacia no resulta difícil; basta profundizar un poco en la vasta documentación al respecto.

Resulta asimismo asombrosa la descalificación a cargo de Bunge a Ivan Illich. “Sus escritos son malos para la salud individual y para la salud pública”, afirma. Considero que el libro Némesis Médica debido a este autor austriaco, es un verdadero clásico, qué desempeñó un papel esencial en el momento histórico en que vio la luz. Conmovió los cimientos de la hegemonía y la prepotencia (muchas veces irresponsable) de la clase médica, y lo hizo por medio de una brillante exposición de ideas que nadie se había atrevido a desarrollar con tal claridad. No es admisible que se borre con un par de oraciones a uno de los analistas más originales de los problemas asociados a la práctica médica en la segunda mitad de la última centuria. Bunge reacciona airadamente contra Illich por haber “acusado a la medicina de «promover enfermedades»”. Acusar a la medicina como tal sería una estupidez en la que, desde luego, no incurre Illich. Eso sería como acusar a la sideromecánica de los muertos que ocasionan las armas. Acusó al modo en que fue institucionalizándose la medicina, al establishment médico. Illich se adelantó a su tiempo al caracterizar y fundamentar un fenómeno que no ha cesado de crecer alarmantemente: la invención de enfermedades y la medicalización de la sociedad.

En este contexto, Bunge menciona la homosexualidad como una expresión de una falsa enfermedad y denuncia que, “pese a no ser más que una desviación de la norma estadística, figuró hasta 1974 en la lista de trastornos mentales de la American Psychiatric Association”. No creo personalmente que esta inclinación sexual sea ninguna desviación, ni estadística ni de ningún tipo. Como no lo es ser superdotado o zurdo o pelirrojo. Ignoro qué es “una norma estadística”, pero en castellano una “norma” es una regla que se debe seguir o a la que se deben ajustar las conductas. Si fue considerado un trastorno psiquiátrico, o es aún conceptuado en algunos ámbitos como una desviación, no se debe a rasgo estadístico alguno sino a que se incurre en un gran disparate científico o a que prevalece un vituperable prejuicio cultural.

Por otra parte, resulta más bien insólito que Bunge afirme olímpicamente que Illich hizo sus afirmaciones sin el más mínimo dato objetivo de respaldo. Uno se pregunta si Bunge leyó realmente Némesis Médica o no la recuerda bien, pues uno de los rasgos que más impresiona al leer ese texto es la anonadante cantidad de datos que aporta Ivan Illich para sustentar su discurso. Tengo la impresión de que, precisamente, debido a que sabía que el libro sería motivo de furiosas reacciones por parte del estamento médico, el autor puso especial celo en refrendar cada aseveración con datos contundentes y precisos.

Entre los enfoques del libro que más desconcierta se halla el hecho de que Bunge considera que, para estar al corriente de los avances de la medicina, el médico ha de ilustrarse a través de los “visitadores médicos” por constituir ellos, a su juicio, una de las tres fuentes nutricias para estar al día (las otras son la lectura de literatura y la asistencia a seminarios y congresos). Si bien en el Prefacio sugería que el médico debe estar siempre alerta para filtrar la información que ellos brindan, tal precaución desaparece en el cuerpo del libro. No es para nadie un secreto que la única encomienda asignada a tales trabajadores –asalariados por lo general de las transnacionales del medicamento- es conseguir que se prescriban las mercancías que fabrican sus empleadores -existan o no estudios rigurosos que los pongan en cuestión- con harta frecuencia mediante sobornos directos o encubiertos. Ilustrarse por conducto de ellos me parece un pésimo consejo.

Finalmente, las reflexiones de Bunge están matizadas por un médico-centrismo que atraviesa, directa o implícitamente, todo el material. Se trata de un libro “para médicos”, es cierto, tal y como anuncia desde el título de la obra. Sin embargo, para encarar con rigor el examen de las tareas y de los problemas éticos y filosóficos que se vinculan con los médicos, ha de contemplarse al numeroso colectivo de profesionales que interactúan con ellos. Tanto en materia de diagnóstico como de accionar terapéutico, preventivo o rehabilitador, las ciencias médicas actuales demandan del concurso interdisciplinario de muchos otros especialistas: cibernéticos, físicos, bioquímicos, enfermeros, biotecnólogos, odontólogos, estadísticos, fisiatras, psicólogos, farmacéuticos e ingenieros; e incluso de abogados, periodistas, trabajadores sociales, documentalistas, y economistas, por solo mencionar algunas disciplinas. Mencionaré solo el caso más flagrante de este problema: los juicios que emite sobre la Enfermería.

Aparte del lenguaje patriarcal que emplea (siempre se refiere a “médico” y “enfermera”; lo cual es sorprendente ya que, si bien la desinencia masculina es omnicomprensiva, lo cual podría justificar que no emplee jamás el sustantivo “médica”, esa condición también la tiene el vocablo “enfermero”, término que, sin embargo, tampoco usa nunca), todas sus consideraciones responden al modelo tradicional que considera al enfermero como un mero auxiliar de la consulta médica y reivindica una endogamia elitista para el cuerpo médico.

En un acto de extemporánea pleitesía a la clase médica, Bunge señala la inconveniencia de violentar la jerarquía asistencial (es decir, que el médico deje de ser conceptuado como superior al enfermero), ya que ésta se fundamenta en la jerarquía de conocimientos o saberes (o sea, en que los conocimientos de los médicos son superiores a los de los enfermeros). Su discurso puede sintetizarse así: respetemos a los enfermeros, pero poniéndolos en su lugar; no debemos olvidar que son simples artesanos que no tienen nada que investigar y que han de trabajar bajo la supervisión de quienes realmente tienen conocimientos amplios y profundos. Les corresponde ser obedientes y dedicados a su encomienda subalterna.

Parece ignorar que desde hace muchos años los cuidados de enfermería tienen sus propias funciones, que abarcan a la promoción, el mantenimiento y la recuperación de la salud, y son cruciales no solo para el manejo de dolencias y discapacidades sino también para su prevención. Anclado en una concepción hace ya decenios superada, Bunge nos aclara que ellos no tienen sus propios sistemas de saberes y defiende sobre esas bases una subordinación operativa e intelectual que retrotraería a la atención sanitaria a los modelos teórica y prácticamente dominantes a comienzos del Siglo XX.

Antes de concluir, mencionaré algo que trataré con extensión en otro artículo (actualmente en proceso editorial pero aún no aprobado para su publicación). Se trata de un asunto de naturaleza bastante técnica: su concepción sobre la teoría de probabilidades y el papel de la subjetividad. Estimo que en esta materia, no solo se dicen cosas sumamente discutibles, sino que se incurre en errores de muy considerable entidad (hablo de errores en la aplicación del teorema de Bayes, fundamentalmente). Estimo, sin embargo, que el desarrollo y demostración de esta afirmación mía desborda el alcance de lo que creo oportuno compartir con los lectores de este blog. A aquellos interesados en ello, puedo hacerles llegar directamente mis consideraciones si me las solicitan.

Luis Carlos Silva Ayçaguer